domingo, 8 de junio de 2008

La Otra Centuria del Cacique


“Los pueblos, su gente e instituciones, se hacen grandes,
cuando pueden mostrar con orgullo su historia”.

Jesús Heriberto Navarro S.

Trascurre la primera quincena de Septiembre, al filo de las doce en punto, taconearon los recamarazos a los pies de los portones de toriles, el repiqueteo de campanas de tonos distintos y alegres, echan al vuelo, apresurando el frenesí. 

El olor a pólvora penetra el Pulmón del Municipio, barajándose con el aroma a flores dulces de fragancias exquisitas y el aliento cálido de bocas inundadas de sonrisas pulcras, de esas mujeres agraciadas, vestidas de Faralaes, que emperifollan los pocos miradores de madera finamente repujada, que hacen parte de la arquitectura eterna del marco de la plaza.

El Sol de cobre rojizo ardiendo en el brasero, se hace sentir en la humanidad de los presentes, mientras el Cielo de un azul purísimo, pronostica la apoteosis.

En el palenque de madera y alcayatas, bajo la sombra de los refrescantes Almendros y Campanos que oxigenan la plaza, se escucha el bálsamo musical, desentrañado por la banda de Marcial, mientras centenares de almas hincan sus ojos, como banderillas en el cimarrón encrespado, que apremia a su retador y valentón, un joven de piel oscura y cabello ensortijado, que en su efímera carrera extiende una manta a cuadros, confeccionada por el uso y lanzadera del telar de “GUILLERMO”.

La afluencia enmudece por un instante, sólo se perciben los acordes de la música fiestera, notas de tono y persistencia enlazadas en el tiempo engendrando una expresión musical vernácula del hombre Caribe.

El joven en su lozanía, con la vivacidad de sus veinte años, apestando a tabaco negro y Ron casero, es acometido con fuerza por la bestia de los playones; su envestida dibuja en el viento la puntada, lanzando por los aires aquel espantapájaros de fieltro, cuatro o cinco metros al infinito, en el espacio del coso de madrinas verdes.

Segundos después, disparado a “quemarropa” cual resorte, se coloca en pie y cojeando, anestesiado tal vez por el resplandor de la tarde y el bullicio del sofocado público, que calma el dolor del hematoma, alza su mano diestra en señal de haberle ganado la partida a la malaventura.

Entonces, el público grita, retorna la alegría, y la algarabía, sigue las notas inmortales en los acordes de bombo, trompetas, clarinetes y redoblante, que hacen crujir los huesos de la muchedumbre.

El joven, con la licencia de su mocedad, recoge aplausos y cumplidos, mientras se dirige a los espectadores que le tutelan, haciendo alarde de coraje y maña.

De las curtidas guaduas sólidamente ligadas por el canime apalancado al pecho, malebù retorcido o catabrero “en barba e mico”, primariamente hervidos, lloviznan monedas y chilenas trasnochadas. Un grito se ahoga en el bullicio del torbellino humano…


¡Viva la corraleja de Sincé!


Es la exclamación de júbilo, legitimados veinte lustros atrás; el tinte y la naturaleza de este espectáculo, en el que celebra la vida y la muerte su ritual, la valentía y el coraje su culto, la sangre y el color su ceremonia.

Es la tradición oral de cien años rigurosos en la historia de Sincé, despuntando tradiciones culturales y folclóricas, instruidas en la colonia, relatadas con delicioso lenguaje; leyendas que han florecido de boca en boca, en la primavera de ensueño de esta tierra, apuntalando la justicia de esta reseña septembrina. 

Es la policromía de la historia de Cien años detenidos en el tiempo. De un Sincé vanidosamente Sabanero, que guarda como centinela celoso, la cenizas de sus antepasados.

“Pueblo pastoril de los abuelos, corona bucólica del silvestre paisaje tropical”. Ha trascurrido una centena, en la que el Toro ha sido la representación de la templanza, alusión de la vida y de la muerte e incluso de la perpetuidad, encarnando, ese espíritu de fertilidad, y fecundación, simbolizado por la sangre.

Espectáculo investido de magia, sugestión y nervio místico, en que el hombre apegadamente Sinceano, ejecuta un lance a la existencia, como gesto forzado e inflamado de violencia estética.

Ha sido Septiembre el vínculo sacratísimo, que nos une al solar nativo. Es la fiesta del retorno del buen hijo, parido por esta tierra alegre y de buen humor, donde rumiamos con orgullo el ascenso económico del Bolívar grande, que se extendía desde el pie de las murallas, hasta el canto de los Embera, es decir, hasta los confines del Río Sinú.

Cien años encarnados en el acero de “Chu” Hernández, reimpresos en el brío de Felipe Quintero el último de los elegidos y rebasados por la destreza y doma ejemplar del Centauro Manuelito, facultados de hacer “morder el polvo” cada tarde, a 50 bichos de pavor.

Cien Años signados por la habilidad probada de Elí Pineda, a la reconocida de Pascual Cermeño, pero salvaguardados para siempre por la nube de oro del explosivo y fantástico “Polvorín”.

A decir verdad, el Juego de Toros se inicio desde sus rudimentos coloniales, es decir desde la refundación misma de Sincé, por el adelantado De la Torre y Miranda. 

La Capital exclama estremecida cuando se cumple otra centuria: ¿Oh! Y mil veces a “Chano” Romero, que descuajó la trocha, para reasentar el Juego de Toros, desde Sincé hasta Sincelejo, instituyendo una de nuestras más matizadas tradiciones, como lo es la celebración de las Fiestas Patronales, legado cultural de trasfondo histórico-religioso que se ha convertido en la máxima celebración de todos los pueblos de la vecindad.

Trotando aparece septiembre en una yegua Melà,
se ven Sinceanas con cara rosá;
y pa Dios que hay olor a empaná,
ya la Banda está sonando,
la recamara tronando
y el Bejuco rematando,
pa levantà la ramá.

Han caído las sombras de este siglo, atrás queda la novena que remató la procesión de la Virgen, el rezo piadoso del propio y el extraño, el olor a masa frita de maíz rellena de la carne del cerdo de la víspera, el olor a leña seca que junta el fogón, el saborcillo a guayaba de los bocadillos de la mesa errante, el líquido viscoso de delicioso color y consistencia de la miel del guarapo de panela, el incienso fermentado del Jugo de caña dulce exprimida y refrigerada por el hielo seguramente de “Aureliano Centeno”, mientras que la tradición perpetua continua en la memoria agradecida de Sincé, y la evocación de su Cacique.

jueves, 5 de junio de 2008

Adolfo Mejia (Pincho ) Danza




Las prodigiosas manos del sincianísimo Adolfo Mejía, se deslizaban apaciblemente por los arpegios de su inmortal música, en ese sentido homenaje que hace a su entrañable amigo AGUSTIN (Pincho) DE LA ESPRIELLA, dejando en el deleite de un pentagrama de movimientos acompasados con el cuerpo, brazos y pies.