domingo, 3 de noviembre de 2024
EVARISTO ACOSTA: “Aquí está quien fue
Por: Jesús Heriberto Navarro S.
Desde la esquina soleada de la memoria, donde los días se disuelven como arena entre los dedos, emerge la figura de Evaristo Acosta Huertas. Don Eva, como le llamaban con ese afecto que sólo se reserva a los imprescindibles, no fue un hombre común y corriente. Era, más bien, el amanuense de la historia, el custodio de los relatos que han tejido el alma de Sincé.
Lo recuerdo en su casa de puertas siempre entreabiertas, donde el tiempo parecía detenido en una pausa reverente. Allí, entre pilas de documentos amarillentos y el perfume persistente de la tinta vieja, Don Eva se convirtió en la memoria viva del pueblo. No había un recodo de la historia que se le escapara, ni un personaje del pasado que no reviviera en su voz pausada y firme.
Los muchachos del pueblo llegaban a él como quien acude a una fuente inagotable. Para una tarea escolar o un simple consejo de vida, era la biblioteca andante, el archivo sin número de folio. Hablaba con el mismo fervor de la historia de Sincé que de los cuentos de aparecidos que hacían temblar hasta al más incrédulo. Su palabra tenía ese raro don de convertir la anécdota en épica y la cotidianidad en mito.
En la plaza, donde aún resuena el eco de su voz, se le veía deambular con su andar de cronista sin prisa. Saludaba con un gesto leve y una sonrisa discreta, como quien sabe que su lugar en la historia ya está asegurado, no por títulos ni homenajes, sino por el respeto callado de su gente.
El día que Don Eva partió, la brisa tibia de Sincé pareció arrastrar consigo un retazo de la historia. Sin embargo, su sombra persiste en los rincones donde dejó sus palabras impresas, en los libros inéditos que algún día verán la luz y en el corazón de quienes comprendieron que la historia, más que fechas y nombres, es el aliento mismo de un pueblo.
Hoy, cuando la tarde se acuesta sobre los tejados de barro, uno podría jurar que en la brisa que cruza la plaza todavía viajan las palabras de Evaristo Acosta Huertas, el hombre que le dio a Sincé el regalo de su memoria.
Aunque su apariencia envejecía con el pasar de los años, su espíritu parecía eterno, una constante en la memoria colectiva de aquellos que lo conocían, como si en realidad no perteneciera a un tiempo específico, sino a todos los tiempos. Si, era el susurro inmortal del tiempo, esa semilla de sabiduría que florecía en cada generación de la tierra que lo parió.
Nació un 25 de octubre de 1939, cuando la madrugada aún estaba bordada de estrellas y el aire traía un olor a tierra mojada y madera quemada. Su madre, María Cristina, sintió las primeras contracciones al alba, mientras el gallo cantaba en la distancia, anunciando no solo un nuevo día, sino también la llegada de una nueva vida en esta tierra donde el sol parece salir siempre con más fuerza, como si el calor estuviera amasado en las entrañas de la tierra.
El vino al mundo entre susurros y plegarias, rodeado por la comadrona y las vecinas que murmuraban que los nacidos en octubre traen consigo la resistencia del árbol de ceiba y la nobleza de la yuca que alimenta. Así comenzó la historia de Evaristo José Acosta Huertas en esta tierra donde el suero y el queso no solo se comen, sino que se heredan como el más puro linaje, entrelazados con el sabor de los amaneceres y el eco de generaciones remotas.
Para él, la soltería no era un accidente biográfico, ni una estación de paso, ni una soledad con fecha de vencimiento. Era un estándar, un manifiesto, un pacto inquebrantable con su propia libertad, sin cargas ni compromisos hipotecados.
A sus años de independencia irrestricta, cuando la vida ya no le debía ninguna explicación, se permitió una confesión tan contundente como desconcertante. En una conversación con Luis Guillermo Castillo, entre el humo de un café que se enfriaba sobre la mesa, soltó con la serenidad de quien no espera réplica:
—Por desesperado nunca conseguí mujer para vivir, porque cuando lo aplazaban para darme respuesta, respondía: Evítate un dolor de cabeza o un derrame pensando, lo dicho se lo lleva el viento—
No lo dijo con resignación ni con amargura, sino con la convicción de quien entiende que el tiempo es un bien demasiado escaso para dilapidarlo en esperas inútiles. Su soltería no era un accidente ni una casualidad del destino, sino un designio personal, asumido con la misma gravedad con que un sacerdote abraza su vocación.
En su consultorio, donde el ruido de la calle apenas llegaba como un murmullo lejano, la medicina era otra cosa. No era el simple acto de recetar, ni la burocracia de los tratamientos, ni la frialdad del diagnóstico. Era, más bien, un ejercicio de paciencia, de perspicacia y de silencios bien administrados. "Aquí cultivamos salud para el alma", dijo con la autoridad de quien ha aprendido que hay dolores que no se curan con pastillas ni cirugías, sino con una conversación a tiempo.
Era algo así como un refugio de empatía, escucha y comprensión. Fue un custodio de tiempos idos y preservaba el pasado con todo su laberinto, honrando no solo los hechos visibles y documentados, sino también las voces silenciadas, las emociones y los matices que componen el tejido completo de la experiencia humana.
Sus cuadernillos y manuscritos, desperdigados en un par de baúles de madera envejecida, poseían un valor incalculable, no solo por las palabras que contenían, sino por el alma que latía en cada trazo de grafito de su interminable lápiz.
Más que títulos, aquellos cuadernillos eran como ventanas abiertas a su alma, a su manera de comprender el mundo y a su capacidad de ver lo extraordinario en lo cotidiano.
En su original biblioteca, las generaciones venían a consultarlo, atraídas por una fuerza inexplicable, casi magnética. Los más jóvenes sintieron en él una autoridad que no necesitaba alzar la voz; los ancianos, un eco familiar, como si él fuera la voz de sus propios ancestros.
Al hablar, su voz se volvía un río de historias que nadie quería interrumpir, pues sus palabras parecían tejer hilos invisibles que conectaban los sueños y esperanzas de cada oyente. Cada anécdota suya era una semilla, un germen de conocimiento que se asentaba en la mente de sus estudiantes para florecer en momentos de necesidad.
Con Evaristo se fue el ruido de la historia de Sincé, se llevó consigo los relatos de hace tiempo, las leyendas hiladas en noches de luna llena y los secretos de una tierra que parecía hablar a través de sus manos.
San Luis siente la ausencia de esas manos que lo contaban todo sin decir mucho, como si en su adiós se hubiera apagado un lenguaje silencioso que solo él sabía interpretar. En el frontispicio de su tumba, ahí, donde la piedra y el tiempo se encuentran, quedará tallado sin duda el epitafio que él mismo vislumbró: “Aquí está quien fue, y es lo que es”. Nada más crudo y esencial. Ni una fecha que lo ate, ni un adorno que lo emperifolle. Solo esas palabras afiladas como navaja, sin concesiones ni ornamentos, sosteniendo el peso de su vida en una frase que no necesita explicar más.
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