miércoles, 6 de agosto de 2025

Sincé: liturgia de polvo, tambor y bravura

 

Crónica del septiembre eterno donde la fiesta se vuelve rito, y el pueblo, leyenda

Por: Jesús Heriberto Navarro S.

Transcurre la primera quincena de septiembre de los años sesentas, con la parsimonia de los meses sabios. El tiempo, viejo y ceremonioso, camina descalzo por las callejuelas del pueblo, mientras el mediodía —exacto como una promesa— se parte en dos sobre la plaza. Entonces suenan los primeros recamarazos, como tambores de guerra y júbilo, reventando el silencio a los pies de los toriles, donde la historia respira. Las campanas, ebrias de fiesta, se lanzan al aire en repiques de colores: unas ríen, otras lloran de alegría. Todas suenan distinto, pero todas apuran el mismo frenesí.

El olor a pólvora, áspero y dulce, se mete por los poros del alma y se enreda en el ramaje del pulmón del municipio. Allí, entre sombras de tamarindos centenarios y murmullos de bancos viejos, la pólvora se baraja con el aroma de las flores: jazmines dormidos, claveles risueños, gardenias de abuela. Es una fragancia que besa, que abraza, que recuerda.

Y de pronto, como brotadas de un sueño jacarandoso, aparecen ellas: las mujeres de mi pueblo, hermosas sin saberlo, vestidas de faralaes que flamean como banderas al viento. Se asoman a los miradores de madera repujada —joyas de la arquitectura que no envejece— y desde allí regalan sus sonrisas: limpias, hondas, puras como pan recién horneado. Las balconadas tiemblan bajo su gracia, y la plaza, vestida de eternidad, les devuelve la mirada con un suspiro de siglos.

El sol, ese viejo herrero del mediodía, cuelga su cobre ardiente sobre el brasero del cielo, y va forjando sudores en la frente de los presentes. Cada rayo pesa como un recuerdo de infancia: caluroso, vibrante, indeleble. Quema sin herir, como el amor primero. Y mientras tanto, allá arriba, el cielo —vestido con su mejor traje de domingo, un azul tan puro que da pudor mirarlo— se queda quieto, como quien sabe que algo grande está por suceder. Ese azul limpio, sin una sola nube que lo ensucie, es el prólogo del milagro.

Las chicharras chillan con el fervor de un coro pagano, y el aire, inmóvil y espeso, se vuelve telón de fondo para lo que viene: la apoteosis. Todo parece detenido al borde del instante: los árboles no oscilan, las palomas se esconden, las sombras retroceden. La plaza, expectante, contiene la respiración como si la fiesta fuera un poema que está por recitarse. Los niños, que lo intuyen todo sin saber nada, se aferran a la mano de sus madres, y en sus ojos brilla ese destello que sólo se enciende cuando el alma presiente la maravilla.

Porque en pueblos como este, donde hasta el viento tiene memoria, la fiesta no es un evento: es una consagración.

En el palenque de madera y alcayatas —hecho con manos de hacheros viejos y clavos que han resistido guerras de júbilo— retumba la vida. Bajo la sombra generosa de los almendros de hojas gruesas y los campanos de copa paternal, que desde hace siglos respiran por la plaza y la refrescan con sus suspiros verdes, se desgrana el sonido tibio de la banda de Marcial: un bálsamo de corcheas y redobles que baja por los oídos como agua de río dócil.

Cada clarinete parece contar una historia. Cada trompeta desafía al viento. Y el bombardino, con su barriga de cobre, acompaña el pulso del corazón colectivo. Entonces, mientras el sol cincela brillos en los filos de los machetes y el suelo huele a tierra caliente y algarabía, centenares de almas —viejos, niños, forasteros y herederos— clavan los ojos, como banderillas rituales, en el centro del redondel.

Allí, el cimarrón encrespado resopla como un dios enardecido, sacudiendo su negrura de utrero libre. Enviste contra el polvo con furia ancestral, mientras aprieta los músculos, las pezuñas y los bramidos. Y frente a él, sin más escudo que su juventud y su orgullo, se planta un muchacho de piel morena, curtida por el sol del caribe, y cabellos ensortijados que parecen rizos de tambor.

Corre con la agilidad de los que aún no conocen el miedo, y al vuelo extiende su manta a cuadros, no bordada en seda ni comprada en tienda de pueblo, sino tejida en los telares de GUILLERMO —el del barrio Abajo, el de manos sabias— con hilos de tiempo y puntadas de tradición. Aquella manta, gastada por el uso y bendecida por las fiestas, flamea como un reto, como un conjuro, como una bandera que separa la muerte de la gloria.

Y en ese instante suspendido entre el rugido del toro y la respiración del pueblo, se juega la honra, la sangre y la memoria.

La afluencia, que hace apenas un instante era un río de gritos y abanicos, enmudece como si el tiempo se hubiera detenido a presenciar el destino. No se oye otra cosa que los acordes de la música fiestera, esa que huele a caña y a carnaval, a letanías de tambora y clarinete de pueblo. Son notas viejas y tercas, trenzadas en la memoria colectiva del Caribe, que no solo se escuchan, sino que se sienten debajo de la piel, como si salieran del mismo corazón de la tierra.

El joven —mozo de veinte abriles, con la arrogancia dulce del que aún no ha probado la derrota— huele a tabaco fuerte y ron casero, esa mezcla sagrada de los valientes. Con la risa aún fresca en la boca, es sorprendido por la furia repentina del toro de los playones, un animal grande como el miedo y bravo como la historia. La embestida no avisa: lo alcanza de lleno, lo levanta del suelo como un muñeco de trapo, y lo lanza al aire con tal fuerza que su cuerpo vuela —sí, vuela— como un espantapájaros de fieltro que se sacude las alas. Cuatro, cinco metros hacia el cielo, en un vuelo absurdo que suspende la respiración de todos, sobre el coso de madrinas verdes, donde hasta el polvo se santigua.

Y luego, como si el suelo mismo lo empujara de regreso, el joven se pone en pie con la terquedad de los que se niegan a caer. Salta, cojeando, con los huesos todavía contando las vueltas del aire. Pero sonríe. Sonríe porque está vivo, porque la tarde, enceguecida de luz, lo ha acariciado con misericordia. Porque el clamor del público —esa multitud que grita con la garganta del alma— le sopla el dolor y le cura el hematoma con aplausos. Alza su mano diestra, como quien iza una bandera de carne y hueso, y con ella proclama que la mala suerte esta vez se quedó sin garras.

Entonces, el pueblo estalla. Grita, ríe, canta. Regresa la algarabía como una ola que lo arrastra todo, y vuelve la música a reventar en los metales: bombo, trompetas, clarinetes, redoblante… Un vendaval de notas que hace crujir las simientes de la muchedumbre y levanta polvo con sabor a gloria.

El joven, ebrio de coraje y endiosado por su mocedad, recoge aplausos como quien recoge mangos maduros en el mes de mayo. Camina hacia los palcos, donde los espectadores lo bendicen con ojos húmedos y palabras gritadas. Les guiña un ojo, levanta la manta, hace una reverencia torera y, con la picardía de los que no temen a la muerte, hace alarde de maña, de temple, y de ese arte antiguo de burlar la tragedia con una sonrisa.

De las curtidas guaduas —negras del tiempo, bruñidas por la lluvia y el sudor del pueblo— sólidamente ligadas por el canime que cruje al apretarse contra el pecho, se descuelga el alma de la corraleja. Ahí están: las ataduras del Malebù retorcido, como serpiente de sabana, o el catabrero amarrado “en barba e’ mico”, con sus nudos sabios, aprendidos de viejo a muchacho, pasados de padre a hijo como quien hereda un secreto. Todo ha sido hervido antes, en ollas de leña con sal y cantares, para que la cuerda no se raje y el alma tampoco.

Y de pronto, como si el cielo escupiera el recuerdo de una borrachera antigua, lloviznan monedas de metal y chilenas trasnochadas. Caen desde los bolsillos de la emoción, rebotando en la madera como granizo de oro pobre. Son limosnas de júbilo, ofrendas del gentío, pequeñas profecías metálicas que tintinean al tocar el suelo. Cada moneda es un aplauso. Cada chilena, una carcajada que se quedó a dormir en la garganta de algún parroquiano.

Entonces, un grito se forma —garganta adentro— pero se ahoga antes de nacer, triturado por el bullicio del torbellino humano que todo lo arrastra: el vendedor de bollo limpio, el aguatero con su cántaro en el hombro, la comadre con el abanico que narra chismes a ritmo de cumbia, los tambores que no paran. Todo vibra, todo canta, todo suda. Y en medio de ese caos glorioso, la historia se sigue escribiendo, no con tinta, sino con polvo, saliva y música.

¡Viva la corraleja de Sincé!

Es la exclamación de júbilo que no se gasta, aunque hayan pasado trece lustros y un puñado de eclipses. Es el eco de un grito primigenio —mitad alegría, mitad espanto— que aún resuena en los portales agrietados de la plaza, donde la vida y la muerte se dan cita cada septiembre, para ejecutar su antigua coreografía de sangre caliente y aliento tibio. Es un espectáculo consagrado por la intemperie y la costumbre, donde la valentía es un dios menor, y el coraje, su profeta. Todo ocurre entre el color del polvo y el murmullo del pueblo: una ceremonia de cuerpos y memoria, donde la sangre no se derrama, sino que florece.

Aquí, en esta tierra de cielos inmóviles y siestas interminables, la tradición oral no se cuenta: se respira. Son sesenta y cinco años rigurosos —y acaso más— de historias que no caben en los libros, pero que laten en cada piedra del camino. Tradiciones bordadas en el huso de la colonia, relatadas con ese lenguaje dulce y exagerado con que los abuelos convierten el pasado en leyenda. Son palabras que brotaron de boca en boca como guayacanes en abril, germinando en la primavera perpetua de esta tierra bendita, apuntalando la justicia intangible de esta reseña septembrina que no se escribe, se sueña.

Es la policromía detenida del tiempo, un mural de cien años que se niega a borrarse. Es un Sincé vanidosamente sabanero, custodio de las cenizas de sus ancestros, guardián de una memoria que no permite olvido. Pueblo pastoril de los abuelos —decían los viejos con voz de carrizo—, corona bucólica del paisaje tropical donde los dioses decidieron reposar su cansancio. Aquí el toro no es bestia: es símbolo. Representa la templanza de los hombres curtidos por el sol, la línea delgada entre la vida que resiste y la muerte que ronda. Es la fecundidad misma con pezuñas, la eternidad hecha músculo. La sangre que corre en el ruedo no es dolor, sino anuncio de cosecha.

Todo es rito. Todo es magia. Todo es misterio. La fiesta no ocurre: se manifiesta. El espectáculo está investido de un nervio sagrado, de un temblor antiguo que atraviesa la carne. El hombre, que es más sinceano que el alboroto de las campanas, ejecuta su lance a la existencia con la rabia contenida de un ángel caído, como si cada gesto fuera una súplica lanzada al cielo de los antepasados. No es toreo: es liturgia.

Y es septiembre —siempre septiembre— el cordón umbilical que nos ata con dulzura al solar materno. Es la fiesta del que vuelve, del que se va pero regresa, del hijo pródigo que no puede desprenderse del olor a jagua y a tierra mojada. Aquí se rumia el orgullo de pertenecer al Bolívar inmenso, que se estiraba como un sueño grande desde el pie de las murallas cartageneras hasta los cantos indómitos de los Embera, y más allá, hasta donde el Río Sinú se deshilacha en nostalgias.

A decir verdad —y en estas tierras la verdad siempre tiene forma de leyenda— el Juego de Toros no comenzó un día cualquiera, sino en el mismo instante en que el tiempo fue refundado por el adelantado De la Torre y Miranda, quien al trazar con su pluma de ganso las calles de Sincé, sin saberlo, ya estaba dibujando también el primer ruedo invisible. Desde entonces, los toros no dejaron de soñar con la plaza, y los hombres, aún sin haber nacido, ya venían con la bravura escrita en la sangre.

Los abuelos cuentan —con la seriedad con que se narran los milagros— que cada vez que se cumple una centuria, la capital se estremece como si hubiera sido mordida por una serpiente de júbilo, y desde el campanario más alto, alguien grita con voz de trueno: “¡Oh!, y mil veces ¡Oh!, por ‘Chano’ Romero”. Porque fue él, mitad hombre y mitad leyenda, quien descuajó la trocha con un machete bendito por el sol y la espuma del ron, abriendo camino entre la maleza dormida, para que el Juego de Toros pudiera emigrar con su estirpe de fiesta y bravura, desde Sincé hasta los patios de Sincelejo, como si llevase en su vientre una profecía.

Desde entonces, la celebración —ese desborde de música, pólvora y sudor— se convirtió en rito de paso, en sacramento de pueblo, en herencia que no se hereda por testamento, sino por memoria y tambor. Las Fiestas Patronales dejaron de ser eventos del calendario y pasaron a ser estaciones del alma, fundadas en la devoción de los santos, pero encendidas con la pólvora de los vivos.

Así, entre estampitas de vírgenes milagreras, caballos envueltos en el cuero de sus monturas, clarinetes que lloran sazonadamente y guayacanes que florecen aunque no sea su tiempo, los pueblos vecinos —desde las sabanas de Corozal hasta las veredas dormidas del Sinú— se rinden ante el hechizo de esta fiesta que no pide permiso, porque ya no pertenece a la historia, sino al delirio.

 

Trotando aparece septiembre en una yegua Melà,

se ven Sinceanas con cara rosá;

y pa Dios que hay olor a empaná,

ya la Banda está sonando,

la recamara tronando

y el Bejuco rematando,

pa levantà la ramá.

 

Han caído, una por una, las sombras largas de más de sesenta años como cayeron las hojas muertas del tamarindo y hasta su propio tallo, y con ellas se ha ido también la claridad ceremoniosa de la novena, que remató con la parsimonia de los siglos la procesión de la Virgen. Quedaron atrás los rezos musitados por labios propios y ajenos —algunos incrédulos, otros arrepentidos—, y el murmullo de letanías que parecían subir por las cornisas de la iglesia como humo tibio de fe heredada.

 

En el aire denso de la tarde sobreviven aún los olores de la víspera: la masa frita de maíz, rellena con la carne bendita del cerdo sacrificado al alba, cuyos chillidos todavía rondan por los corredores como fantasmas sin cruz; la leña seca que cruje bajo el fogón como si recordara los árboles de donde vino; el saborcillo pegajoso de guayaba madura de los bocadillos que van de mesa en mesa como emisarios del deleite, y ese líquido espeso, dorado y melancólico, que no es otra cosa que miel de guarapo de panela, goteando como tiempo lento en los labios del pueblo.

 

Todo eso se mezcla, se confunde y se eleva en el incienso invisible del jugo de caña recién exprimida, fermentado apenas por el paso de las horas y servido con hielo traído, con toda seguridad, de la nevera entumecida de Aureliano Centeno, ese artesano del frío que sabía congelar hasta los recuerdos.

 

Pero la fiesta no ha terminado: se ha escondido en la memoria agradecida de Sincé, que no olvidó, ni olvida, y tampoco olvidará. Porque en estas calles donde la brisa huele a historia, la tradición es un animal que nunca duerme. Y aunque la noche caiga con sus telones de grillos y luciérnagas, la evocación del Cacique —con su lanza hecha de lluvia y su palabra sembrada de monte— sigue cabalgando entre nosotros, como si apenas hubieran pasado cinco minutos desde que el primer tambor rompió el silencio de la sabana para anunciar que Sincé había nacido.

 

sábado, 10 de mayo de 2025

León XIV y la Herencia Social de Rerum Novarum


Un Pontificado Anclado en la Justicia Por: Jesús Heriberto Navarro S El nuevo Papa retoma las banderas de justicia social enarboladas por León XIII en 1891, marcando un rumbo para el Vaticano en el siglo XXI. Para entender el rumbo que comienza a tomar el pontificado de León XIV, no basta con mirar las pantallas y los algoritmos del presente. Hay que volver al año 1891, cuando otro Papa con su mismo nombre, León XIII, encendió una luz en medio de la oscuridad laboral de su tiempo. Fue entonces cuando nació *Rerum Novarum*, una encíclica que cambió para siempre la forma en que la Iglesia se relacionaba con el mundo del trabajo y la justicia social. En ese entonces, la humanidad vivía inmersa en la Revolución Industrial. Las fábricas humeantes y los trenes a vapor eran símbolo de progreso, pero también de explotación. Los obreros, tratados como piezas de máquina, sufrían jornadas extenuantes, salarios miserables y vidas sin descanso. En medio de ese panorama, León XIII alzó su voz con valentía. Denunció el capitalismo salvaje que deshumanizaba al trabajador, pero también cuestionó el socialismo radical que proponía eliminar la propiedad privada. Su propuesta fue revolucionaria para la época: defender el derecho a un salario justo, promover condiciones laborales dignas, apoyar la creación de sindicatos obreros y pedir al Estado que protegiera a los más débiles. Así nació la Doctrina Social de la Iglesia. Hoy, más de un siglo después, el mundo ha cambiado de forma, pero no de fondo. Ya no estamos rodeados de hierro y humo, sino de datos, redes y pantallas. La nueva revolución —tecnológica y digital— transforma el trabajo, pone en riesgo derechos conquistados y plantea nuevas desigualdades. La inteligencia artificial y los algoritmos, aunque invisibles, deciden cada vez más sobre nuestras vidas, sin rostro ni control claro. Y justo en este momento aparece León XIV. Un nuevo Papa que, desde sus primeras palabras, ha hablado de “paz desarmante”, de “justicia estructural” y de una Iglesia al lado de los humildes. Su mensaje no suena ajeno: recuerda poderosamente a aquel otro León que, en tiempos de máquinas, pidió humanidad. Volver a Rerum Novarum hoy no es mirar hacia atrás con nostalgia. Es reconocer que ese documento sigue siendo un faro en medio de un mundo cambiante. Porque el Evangelio no caduca: solo cambia de escenario. Y quizás, en esta nueva etapa, León XIV sea el puente entre la lucha obrera del pasado y la dignidad digital del futuro.

sábado, 1 de febrero de 2025

Rafael Núñez: El Tejedor de la Nación que Bordó la Historia con Tinta y Destino

Jesús Heriberto Navarro S. Hablar de la historia de Colombia en el siglo XIX sin mencionar a Rafael Wenceslao Núñez Moledo es como intentar contar la misa sin el padrenuestro. No se puede. Es un imposible. Porque Núñez no solo fue un hombre de Estado: fue el hombre que se metió en el alma de la República, el que la vio temblar entre guerras y discursos incendiarios, el que la reconstruyó a punta de tinta y sentencias solemnes. Desde las calles de Cartagena, con su sol hirviendo y sus vientos de salitre, hasta los salones fríos de Bogotá, donde el poder se cocinaba a fuego lento, Núñez avanzó con el aire de quien ya conoce su destino. No caminaba: flotaba entre la pólvora y los discursos, repartiendo ideas como un cura que da hostias o un verdugo que firma sentencias. Lo llamaron poeta, sí, porque su pluma era un bisturí fino. Pero también traidor, porque sus palabras no se casaban con nadie. Lo pusieron en el altar y luego lo quisieron quemar en la hoguera. Pero ahí está, indemne. En el escudo, en la letra del himno, en cada página amarillenta de la Constitución de 1886, esa misma que fue su testamento y su daga. No fue un presidente de esos que aparecen en los billetes sin que nadie sepa bien por qué. No. Tampoco fue un caudillo de caballo blanco y machete en alto. Fue otra cosa. Algo más enredado, más resbaloso, más difícil de encasillar. Rafael Núñez no disparaba trabucos, disparaba ideas. No galopaba por las sabanas, se sentaba a escribir constituciones. No gritaba arengas en las plazas, susurraba sentencias en los pasillos del poder. La patria era un saco roto, un costal lleno de remiendos que se descosían al primer jalón. De un lado, los liberales radicales, con la pólvora en las venas y la obsesión de demolerlo todo. Del otro, los conservadores, con sus rezos y sus bayonetas, exigiendo orden aunque fuera a plomo. Y en medio del despelote, Núñez, tejiendo. Metiendo y sacando hilos, enhebrando un país nuevo con la misma paciencia de las viejas que remiendan chinchorros en la puerta de su casa. Le decían regenerador, reformador, constructor. Pero en verdad, Rafael Núñez era un tejedor de destinos, un alquimista de repúblicas. En su escritorio de maderas antiguas, entre tinteros de sombra y pergaminos de presagio, hilvanaba el país con la misma destreza con que los dioses trenzan el tiempo. Algunos dicen que escribía con una pluma de garza robada a la noche, que cada palabra suya tenía el peso de una profecía y la liviandad de un conjuro. Otros, que en las madrugadas de Cartagena, mientras los gatos fantasmales recorrían las calles de piedra, se le veía deambular entre sus pensamientos, barajando decretos como un tahúr del destino, susurrándole a la brisa la nueva forma que habría de tomar Colombia. No construyó la nación con ladrillos ni con espadas, sino con la sutil firmeza de quien conoce el pulso de la historia. Midió las frases con precisión de orfebre, cosió los artículos de la Constitución con hilo de oro y pólvora, dejó que la historia se encargara del resto. Y cuando el país despertó, la República ya estaba tejida en su destino, irremediable como un presagio, inmortal como un verso que nadie se atreve a cambiar. Sin embargo, como en todo cuento colombiano, la historia lo absolvió y lo condenó al mismo tiempo.

domingo, 26 de enero de 2025

Homero y Tragaleguas compitiendo en una carrera de vergüenza y velocidad

Por: Jesús Heriberto Navarro S. En las noches de Sincé, cuando el viento bajaba de las sabanas cargado de secretos, Homero Solá aparecía bajo la ceiba del trebol, ese coloso que parecía sostener los cielos con sus ramas. Homero, un nombre hecho para la épica, no necesitaba libros ni plumas. Con un redoblante al hombro y un bastón oxidado que parecía un cetro olvidado, caminaba los caminos polvorientos, arrancando epopeyas del viento y dejándolas dispersadas entre las raíces del viejo tamarindo. Su memoria era un mar infinito, y en cada esquina tejía historias tan vastas como los mares de Odiseo. De complexión delgada, más hueso que carne, su piel tostada por el sol y con un cabello que el viento desordenaba, Solá prosperaba en " Tragaleguas", su incansable burro, bajo un sol que derretía pensamientos, dejando tras de sí un aire de misterio que atrapaba miradas y despertaba historias. De vez en cuando, Tragaleguas se detenía, clavando sus patas en la tierra como si estuviera escuchando algo que solo él podía entender. No era cansancio, decían los que miraban de lejos, sino un momento de revelación. Sus orejas temblaban, sus ojos se perdían en el horizonte, y en esos instantes, el viejo burro parecía desvelar los secretos del camino. Cuando el Tragaleguas se detenía de repente, como si el mundo entero necesitara una pausa, Homero soltaba un suspiro profundo, sacaba de su mochila un reseco cascarón de maíz y con toda la solemnidad del caso, se lo frotaba en la barriga al burro. “¡Vamos, maestro, que el sol no espera!”, decía, mientras el Tragaleguas, como si aquel ritual fuera la llave para desbloquear su motor interno, resoplaba con desgano y echaba a andar, no sin antes lanzar una mirada que parecía decir: “Hago esto solo porque tú eres más terco que yo.” Una tarde de cielo rojo y viento seco, cuando Homero y Tragaleguas regresaban de San Benito, el burro, en un gesto que parecía extraído de un mito, decidió plantarse en medio del camino polvoriento. Sin previo aviso, se dejó caer al suelo como si la tierra lo llamara a descansar. Ni el cascarón, ni el calor abrasador de la arena, que ondulaba bajo el sol como un fuego invisible, lograron moverlo. Solá, desesperado con la terquedad de Tragaleguas, se rascó la cabeza, recordando entre risa nerviosa la extravagante sugerencia de su vecino: "Machaca ají picante, e introdúceselo por el recto, y verás cómo arranca más rápido que un rayo." Con una mezcla de duda y resignación, Homero trituró un ají que llevaba en su mochila de majagua, se acercó al Tragaleguas con cautela y, tras un resoplido burlón del burro, ejecutó la insólita maniobra. El resultado fue instantáneo y explosivo: Las orejas de Tragaleguas apuntaron al cielo y su mirada se perdió en el horizonte, pegó un brinco digno de una leyenda, salió corriendo como alma que lleva el diablo, y Homero, arrastrado por la rienda, no pudo evitar exclamar entre carcajadas: ¡Mi vecino tenía razón, pero este burro me va a matar!. Al regresar a Sincé, cuando el sol ya teñía de oro las fachadas de bahareque, Homero bajó del Tragaleguas, que ahora caminaba como si el viento lo empujara suavemente, y fue directo a buscar al consejero que le había entregado aquella recomendación tan propia. Al encontrarlo bajo la sombra de un dividivi; todavía con el polvo del camino en la ropa y una sonrisa que no podía ocultar, le relató la insólita hazaña. —Tu remedio, tiene más poder que un hechizo de luna llena —dijo Homero, mientras Tragaleguas, detrás de él, resoplaba con cierto aire de dignidad herida. — ¡Tu idea funcionó, pero lo que no me dijiste es que cuando el burro arrancara como un trueno, yo iba a quedar comiendo arena! —soltó Homero, agitando las manos como si aún estuviera quitándose el polvo de encima. El amigo estalló en carcajadas, pero Homero lo interrumpió, alzando un dedo acusador, con una expresión que mezclaba reproche y picardía: — ¡Y eso no fue lo peor! Para alcanzarlo tuve que machacar el otro ají... —se inclinó un poco, mirando de un lado al otro como quien está a punto de contar un secreto inconfesable—. ¡Y metérmelo en mi propio recto para alcanzarlo! Desde entonces, la historia del "ajicito doble" se convirtió en la anécdota más contada de Sincé, y no había quien no soltara una carcajada al imaginar a Homero y Tragaleguas compitiendo en una carrera de vergüenza y velocidad. Riflazo: Cuento narrado por Carlos Rafael Romero Hernández

domingo, 19 de enero de 2025

Las Redes y la Postverdad

Hefesto1999 Definitivamente, una mala narrativa en redes sociales puede ser una forma moderna de delinquir, dado su potencial para causar daño intencionado a individuos, instituciones o comunidades. Sus efectos pueden ser igual de devastadores que los actos criminales convencionales. En esta era de la hiperconectividad, las redes sociales se han convertido en el terreno de juego favorito de los "criminales de la infamia". Estos actores, a menudo protegidos tras perfiles anónimos o identidades falsas, emplean mentiras calculadas para distorsionar la verdad y manipular la opinión pública. Su herramienta principal: la narrativa maliciosa, un arma que no necesita balas para destruir, sino likes, retretes y shares. El poder de estas malas narrativas no reside solo en su capacidad para viralizarse, sino en cómo logran infiltrarse en las emociones humanas. Mediante estrategias que explotan el miedo, la indignación o la empatía desmedida, los "criminales digitales" construyen muros de desinformación que separan a las personas de la verdad. Cada publicación falsa, cada rumor inflamado y cada dato tergiversado son ladrillos en esos muros que dividen sociedades, destruyen reputaciones y erosionan la confianza. Pero no todo está perdido. Aunque parezca que la verdad camina descalza mientras la mentira corre con zapatos de velocidad, la resistencia está al alcance de todos nosotros. La lucha contra estos muros de infamia comienza con la construcción de un muro opuesto, uno hecho de pensamiento crítico, educación digital y un compromiso ético inquebrantable. Primero, debemos cuestionar antes de compartir. En un ecosistema donde las emociones suelen ganar a la razón, el primer paso para detener una mala narrativa es no ser su cómplice. Verificar fuentes, analizar intenciones y evitar el clic fácil son actos de resistencia cotidiana. Segundo, denunciar y confrontar. Los muros de infamia solo se derrumban si son expuestos a la luz. Reportar contenidos maliciosos y confrontar las mentiras con hechos verificables son maneras efectivas de desarmar a quienes intentan manipularnos. Tercero, educarnos y educar. La alfabetización digital es una herramienta poderosa para empoderar a los usuarios y convertirlos en guardianes de la verdad. En un mundo donde la información fluye sin frenos, aprender a navegar y discernir es tan vital como saber leer o escribir. Finalmente, la verdad, aunque lenta y discreta, tiene la capacidad de derribar cualquier muro de infamia. Pero solo si decidimos defenderla activamente. Cada acción cuenta: desde no compartir un contenido dudoso hasta apoyar iniciativas que promuevan la transparencia y la justicia digital.