sábado, 1 de febrero de 2025

Rafael Núñez: El Tejedor de la Nación que Bordó la Historia con Tinta y Destino

Jesús Heriberto Navarro S. Hablar de la historia de Colombia en el siglo XIX sin mencionar a Rafael Wenceslao Núñez Moledo es como intentar contar la misa sin el padrenuestro. No se puede. Es un imposible. Porque Núñez no solo fue un hombre de Estado: fue el hombre que se metió en el alma de la República, el que la vio temblar entre guerras y discursos incendiarios, el que la reconstruyó a punta de tinta y sentencias solemnes. Desde las calles de Cartagena, con su sol hirviendo y sus vientos de salitre, hasta los salones fríos de Bogotá, donde el poder se cocinaba a fuego lento, Núñez avanzó con el aire de quien ya conoce su destino. No caminaba: flotaba entre la pólvora y los discursos, repartiendo ideas como un cura que da hostias o un verdugo que firma sentencias. Lo llamaron poeta, sí, porque su pluma era un bisturí fino. Pero también traidor, porque sus palabras no se casaban con nadie. Lo pusieron en el altar y luego lo quisieron quemar en la hoguera. Pero ahí está, indemne. En el escudo, en la letra del himno, en cada página amarillenta de la Constitución de 1886, esa misma que fue su testamento y su daga. No fue un presidente de esos que aparecen en los billetes sin que nadie sepa bien por qué. No. Tampoco fue un caudillo de caballo blanco y machete en alto. Fue otra cosa. Algo más enredado, más resbaloso, más difícil de encasillar. Rafael Núñez no disparaba trabucos, disparaba ideas. No galopaba por las sabanas, se sentaba a escribir constituciones. No gritaba arengas en las plazas, susurraba sentencias en los pasillos del poder. La patria era un saco roto, un costal lleno de remiendos que se descosían al primer jalón. De un lado, los liberales radicales, con la pólvora en las venas y la obsesión de demolerlo todo. Del otro, los conservadores, con sus rezos y sus bayonetas, exigiendo orden aunque fuera a plomo. Y en medio del despelote, Núñez, tejiendo. Metiendo y sacando hilos, enhebrando un país nuevo con la misma paciencia de las viejas que remiendan chinchorros en la puerta de su casa. Le decían regenerador, reformador, constructor. Pero en verdad, Rafael Núñez era un tejedor de destinos, un alquimista de repúblicas. En su escritorio de maderas antiguas, entre tinteros de sombra y pergaminos de presagio, hilvanaba el país con la misma destreza con que los dioses trenzan el tiempo. Algunos dicen que escribía con una pluma de garza robada a la noche, que cada palabra suya tenía el peso de una profecía y la liviandad de un conjuro. Otros, que en las madrugadas de Cartagena, mientras los gatos fantasmales recorrían las calles de piedra, se le veía deambular entre sus pensamientos, barajando decretos como un tahúr del destino, susurrándole a la brisa la nueva forma que habría de tomar Colombia. No construyó la nación con ladrillos ni con espadas, sino con la sutil firmeza de quien conoce el pulso de la historia. Midió las frases con precisión de orfebre, cosió los artículos de la Constitución con hilo de oro y pólvora, dejó que la historia se encargara del resto. Y cuando el país despertó, la República ya estaba tejida en su destino, irremediable como un presagio, inmortal como un verso que nadie se atreve a cambiar. Sin embargo, como en todo cuento colombiano, la historia lo absolvió y lo condenó al mismo tiempo.

domingo, 26 de enero de 2025

Homero y Tragaleguas compitiendo en una carrera de vergüenza y velocidad

Por: Jesús Heriberto Navarro S. En las noches de Sincé, cuando el viento bajaba de las sabanas cargado de secretos, Homero Solá aparecía bajo la ceiba del trebol, ese coloso que parecía sostener los cielos con sus ramas. Homero, un nombre hecho para la épica, no necesitaba libros ni plumas. Con un redoblante al hombro y un bastón oxidado que parecía un cetro olvidado, caminaba los caminos polvorientos, arrancando epopeyas del viento y dejándolas dispersadas entre las raíces del viejo tamarindo. Su memoria era un mar infinito, y en cada esquina tejía historias tan vastas como los mares de Odiseo. De complexión delgada, más hueso que carne, su piel tostada por el sol y con un cabello que el viento desordenaba, Solá prosperaba en " Tragaleguas", su incansable burro, bajo un sol que derretía pensamientos, dejando tras de sí un aire de misterio que atrapaba miradas y despertaba historias. De vez en cuando, Tragaleguas se detenía, clavando sus patas en la tierra como si estuviera escuchando algo que solo él podía entender. No era cansancio, decían los que miraban de lejos, sino un momento de revelación. Sus orejas temblaban, sus ojos se perdían en el horizonte, y en esos instantes, el viejo burro parecía desvelar los secretos del camino. Cuando el Tragaleguas se detenía de repente, como si el mundo entero necesitara una pausa, Homero soltaba un suspiro profundo, sacaba de su mochila un reseco cascarón de maíz y con toda la solemnidad del caso, se lo frotaba en la barriga al burro. “¡Vamos, maestro, que el sol no espera!”, decía, mientras el Tragaleguas, como si aquel ritual fuera la llave para desbloquear su motor interno, resoplaba con desgano y echaba a andar, no sin antes lanzar una mirada que parecía decir: “Hago esto solo porque tú eres más terco que yo.” Una tarde de cielo rojo y viento seco, cuando Homero y Tragaleguas regresaban de San Benito, el burro, en un gesto que parecía extraído de un mito, decidió plantarse en medio del camino polvoriento. Sin previo aviso, se dejó caer al suelo como si la tierra lo llamara a descansar. Ni el cascarón, ni el calor abrasador de la arena, que ondulaba bajo el sol como un fuego invisible, lograron moverlo. Solá, desesperado con la terquedad de Tragaleguas, se rascó la cabeza, recordando entre risa nerviosa la extravagante sugerencia de su vecino: "Machaca ají picante, e introdúceselo por el recto, y verás cómo arranca más rápido que un rayo." Con una mezcla de duda y resignación, Homero trituró un ají que llevaba en su mochila de majagua, se acercó al Tragaleguas con cautela y, tras un resoplido burlón del burro, ejecutó la insólita maniobra. El resultado fue instantáneo y explosivo: Las orejas de Tragaleguas apuntaron al cielo y su mirada se perdió en el horizonte, pegó un brinco digno de una leyenda, salió corriendo como alma que lleva el diablo, y Homero, arrastrado por la rienda, no pudo evitar exclamar entre carcajadas: ¡Mi vecino tenía razón, pero este burro me va a matar!. Al regresar a Sincé, cuando el sol ya teñía de oro las fachadas de bahareque, Homero bajó del Tragaleguas, que ahora caminaba como si el viento lo empujara suavemente, y fue directo a buscar al consejero que le había entregado aquella recomendación tan propia. Al encontrarlo bajo la sombra de un dividivi; todavía con el polvo del camino en la ropa y una sonrisa que no podía ocultar, le relató la insólita hazaña. —Tu remedio, tiene más poder que un hechizo de luna llena —dijo Homero, mientras Tragaleguas, detrás de él, resoplaba con cierto aire de dignidad herida. — ¡Tu idea funcionó, pero lo que no me dijiste es que cuando el burro arrancara como un trueno, yo iba a quedar comiendo arena! —soltó Homero, agitando las manos como si aún estuviera quitándose el polvo de encima. El amigo estalló en carcajadas, pero Homero lo interrumpió, alzando un dedo acusador, con una expresión que mezclaba reproche y picardía: — ¡Y eso no fue lo peor! Para alcanzarlo tuve que machacar el otro ají... —se inclinó un poco, mirando de un lado al otro como quien está a punto de contar un secreto inconfesable—. ¡Y metérmelo en mi propio recto para alcanzarlo! Desde entonces, la historia del "ajicito doble" se convirtió en la anécdota más contada de Sincé, y no había quien no soltara una carcajada al imaginar a Homero y Tragaleguas compitiendo en una carrera de vergüenza y velocidad. Riflazo: Cuento narrado por Carlos Rafael Romero Hernández

domingo, 19 de enero de 2025

Las Redes y la Postverdad

Hefesto1999 Definitivamente, una mala narrativa en redes sociales puede ser una forma moderna de delinquir, dado su potencial para causar daño intencionado a individuos, instituciones o comunidades. Sus efectos pueden ser igual de devastadores que los actos criminales convencionales. En esta era de la hiperconectividad, las redes sociales se han convertido en el terreno de juego favorito de los "criminales de la infamia". Estos actores, a menudo protegidos tras perfiles anónimos o identidades falsas, emplean mentiras calculadas para distorsionar la verdad y manipular la opinión pública. Su herramienta principal: la narrativa maliciosa, un arma que no necesita balas para destruir, sino likes, retretes y shares. El poder de estas malas narrativas no reside solo en su capacidad para viralizarse, sino en cómo logran infiltrarse en las emociones humanas. Mediante estrategias que explotan el miedo, la indignación o la empatía desmedida, los "criminales digitales" construyen muros de desinformación que separan a las personas de la verdad. Cada publicación falsa, cada rumor inflamado y cada dato tergiversado son ladrillos en esos muros que dividen sociedades, destruyen reputaciones y erosionan la confianza. Pero no todo está perdido. Aunque parezca que la verdad camina descalza mientras la mentira corre con zapatos de velocidad, la resistencia está al alcance de todos nosotros. La lucha contra estos muros de infamia comienza con la construcción de un muro opuesto, uno hecho de pensamiento crítico, educación digital y un compromiso ético inquebrantable. Primero, debemos cuestionar antes de compartir. En un ecosistema donde las emociones suelen ganar a la razón, el primer paso para detener una mala narrativa es no ser su cómplice. Verificar fuentes, analizar intenciones y evitar el clic fácil son actos de resistencia cotidiana. Segundo, denunciar y confrontar. Los muros de infamia solo se derrumban si son expuestos a la luz. Reportar contenidos maliciosos y confrontar las mentiras con hechos verificables son maneras efectivas de desarmar a quienes intentan manipularnos. Tercero, educarnos y educar. La alfabetización digital es una herramienta poderosa para empoderar a los usuarios y convertirlos en guardianes de la verdad. En un mundo donde la información fluye sin frenos, aprender a navegar y discernir es tan vital como saber leer o escribir. Finalmente, la verdad, aunque lenta y discreta, tiene la capacidad de derribar cualquier muro de infamia. Pero solo si decidimos defenderla activamente. Cada acción cuenta: desde no compartir un contenido dudoso hasta apoyar iniciativas que promuevan la transparencia y la justicia digital.