miércoles, 6 de agosto de 2025

Sincé: liturgia de polvo, tambor y bravura

 

Crónica del septiembre eterno donde la fiesta se vuelve rito, y el pueblo, leyenda

Por: Jesús Heriberto Navarro S.

Transcurre la primera quincena de septiembre de los años sesentas, con la parsimonia de los meses sabios. El tiempo, viejo y ceremonioso, camina descalzo por las callejuelas del pueblo, mientras el mediodía —exacto como una promesa— se parte en dos sobre la plaza. Entonces suenan los primeros recamarazos, como tambores de guerra y júbilo, reventando el silencio a los pies de los toriles, donde la historia respira. Las campanas, ebrias de fiesta, se lanzan al aire en repiques de colores: unas ríen, otras lloran de alegría. Todas suenan distinto, pero todas apuran el mismo frenesí.

El olor a pólvora, áspero y dulce, se mete por los poros del alma y se enreda en el ramaje del pulmón del municipio. Allí, entre sombras de tamarindos centenarios y murmullos de bancos viejos, la pólvora se baraja con el aroma de las flores: jazmines dormidos, claveles risueños, gardenias de abuela. Es una fragancia que besa, que abraza, que recuerda.

Y de pronto, como brotadas de un sueño jacarandoso, aparecen ellas: las mujeres de mi pueblo, hermosas sin saberlo, vestidas de faralaes que flamean como banderas al viento. Se asoman a los miradores de madera repujada —joyas de la arquitectura que no envejece— y desde allí regalan sus sonrisas: limpias, hondas, puras como pan recién horneado. Las balconadas tiemblan bajo su gracia, y la plaza, vestida de eternidad, les devuelve la mirada con un suspiro de siglos.

El sol, ese viejo herrero del mediodía, cuelga su cobre ardiente sobre el brasero del cielo, y va forjando sudores en la frente de los presentes. Cada rayo pesa como un recuerdo de infancia: caluroso, vibrante, indeleble. Quema sin herir, como el amor primero. Y mientras tanto, allá arriba, el cielo —vestido con su mejor traje de domingo, un azul tan puro que da pudor mirarlo— se queda quieto, como quien sabe que algo grande está por suceder. Ese azul limpio, sin una sola nube que lo ensucie, es el prólogo del milagro.

Las chicharras chillan con el fervor de un coro pagano, y el aire, inmóvil y espeso, se vuelve telón de fondo para lo que viene: la apoteosis. Todo parece detenido al borde del instante: los árboles no oscilan, las palomas se esconden, las sombras retroceden. La plaza, expectante, contiene la respiración como si la fiesta fuera un poema que está por recitarse. Los niños, que lo intuyen todo sin saber nada, se aferran a la mano de sus madres, y en sus ojos brilla ese destello que sólo se enciende cuando el alma presiente la maravilla.

Porque en pueblos como este, donde hasta el viento tiene memoria, la fiesta no es un evento: es una consagración.

En el palenque de madera y alcayatas —hecho con manos de hacheros viejos y clavos que han resistido guerras de júbilo— retumba la vida. Bajo la sombra generosa de los almendros de hojas gruesas y los campanos de copa paternal, que desde hace siglos respiran por la plaza y la refrescan con sus suspiros verdes, se desgrana el sonido tibio de la banda de Marcial: un bálsamo de corcheas y redobles que baja por los oídos como agua de río dócil.

Cada clarinete parece contar una historia. Cada trompeta desafía al viento. Y el bombardino, con su barriga de cobre, acompaña el pulso del corazón colectivo. Entonces, mientras el sol cincela brillos en los filos de los machetes y el suelo huele a tierra caliente y algarabía, centenares de almas —viejos, niños, forasteros y herederos— clavan los ojos, como banderillas rituales, en el centro del redondel.

Allí, el cimarrón encrespado resopla como un dios enardecido, sacudiendo su negrura de utrero libre. Enviste contra el polvo con furia ancestral, mientras aprieta los músculos, las pezuñas y los bramidos. Y frente a él, sin más escudo que su juventud y su orgullo, se planta un muchacho de piel morena, curtida por el sol del caribe, y cabellos ensortijados que parecen rizos de tambor.

Corre con la agilidad de los que aún no conocen el miedo, y al vuelo extiende su manta a cuadros, no bordada en seda ni comprada en tienda de pueblo, sino tejida en los telares de GUILLERMO —el del barrio Abajo, el de manos sabias— con hilos de tiempo y puntadas de tradición. Aquella manta, gastada por el uso y bendecida por las fiestas, flamea como un reto, como un conjuro, como una bandera que separa la muerte de la gloria.

Y en ese instante suspendido entre el rugido del toro y la respiración del pueblo, se juega la honra, la sangre y la memoria.

La afluencia, que hace apenas un instante era un río de gritos y abanicos, enmudece como si el tiempo se hubiera detenido a presenciar el destino. No se oye otra cosa que los acordes de la música fiestera, esa que huele a caña y a carnaval, a letanías de tambora y clarinete de pueblo. Son notas viejas y tercas, trenzadas en la memoria colectiva del Caribe, que no solo se escuchan, sino que se sienten debajo de la piel, como si salieran del mismo corazón de la tierra.

El joven —mozo de veinte abriles, con la arrogancia dulce del que aún no ha probado la derrota— huele a tabaco fuerte y ron casero, esa mezcla sagrada de los valientes. Con la risa aún fresca en la boca, es sorprendido por la furia repentina del toro de los playones, un animal grande como el miedo y bravo como la historia. La embestida no avisa: lo alcanza de lleno, lo levanta del suelo como un muñeco de trapo, y lo lanza al aire con tal fuerza que su cuerpo vuela —sí, vuela— como un espantapájaros de fieltro que se sacude las alas. Cuatro, cinco metros hacia el cielo, en un vuelo absurdo que suspende la respiración de todos, sobre el coso de madrinas verdes, donde hasta el polvo se santigua.

Y luego, como si el suelo mismo lo empujara de regreso, el joven se pone en pie con la terquedad de los que se niegan a caer. Salta, cojeando, con los huesos todavía contando las vueltas del aire. Pero sonríe. Sonríe porque está vivo, porque la tarde, enceguecida de luz, lo ha acariciado con misericordia. Porque el clamor del público —esa multitud que grita con la garganta del alma— le sopla el dolor y le cura el hematoma con aplausos. Alza su mano diestra, como quien iza una bandera de carne y hueso, y con ella proclama que la mala suerte esta vez se quedó sin garras.

Entonces, el pueblo estalla. Grita, ríe, canta. Regresa la algarabía como una ola que lo arrastra todo, y vuelve la música a reventar en los metales: bombo, trompetas, clarinetes, redoblante… Un vendaval de notas que hace crujir las simientes de la muchedumbre y levanta polvo con sabor a gloria.

El joven, ebrio de coraje y endiosado por su mocedad, recoge aplausos como quien recoge mangos maduros en el mes de mayo. Camina hacia los palcos, donde los espectadores lo bendicen con ojos húmedos y palabras gritadas. Les guiña un ojo, levanta la manta, hace una reverencia torera y, con la picardía de los que no temen a la muerte, hace alarde de maña, de temple, y de ese arte antiguo de burlar la tragedia con una sonrisa.

De las curtidas guaduas —negras del tiempo, bruñidas por la lluvia y el sudor del pueblo— sólidamente ligadas por el canime que cruje al apretarse contra el pecho, se descuelga el alma de la corraleja. Ahí están: las ataduras del Malebù retorcido, como serpiente de sabana, o el catabrero amarrado “en barba e’ mico”, con sus nudos sabios, aprendidos de viejo a muchacho, pasados de padre a hijo como quien hereda un secreto. Todo ha sido hervido antes, en ollas de leña con sal y cantares, para que la cuerda no se raje y el alma tampoco.

Y de pronto, como si el cielo escupiera el recuerdo de una borrachera antigua, lloviznan monedas de metal y chilenas trasnochadas. Caen desde los bolsillos de la emoción, rebotando en la madera como granizo de oro pobre. Son limosnas de júbilo, ofrendas del gentío, pequeñas profecías metálicas que tintinean al tocar el suelo. Cada moneda es un aplauso. Cada chilena, una carcajada que se quedó a dormir en la garganta de algún parroquiano.

Entonces, un grito se forma —garganta adentro— pero se ahoga antes de nacer, triturado por el bullicio del torbellino humano que todo lo arrastra: el vendedor de bollo limpio, el aguatero con su cántaro en el hombro, la comadre con el abanico que narra chismes a ritmo de cumbia, los tambores que no paran. Todo vibra, todo canta, todo suda. Y en medio de ese caos glorioso, la historia se sigue escribiendo, no con tinta, sino con polvo, saliva y música.

¡Viva la corraleja de Sincé!

Es la exclamación de júbilo que no se gasta, aunque hayan pasado trece lustros y un puñado de eclipses. Es el eco de un grito primigenio —mitad alegría, mitad espanto— que aún resuena en los portales agrietados de la plaza, donde la vida y la muerte se dan cita cada septiembre, para ejecutar su antigua coreografía de sangre caliente y aliento tibio. Es un espectáculo consagrado por la intemperie y la costumbre, donde la valentía es un dios menor, y el coraje, su profeta. Todo ocurre entre el color del polvo y el murmullo del pueblo: una ceremonia de cuerpos y memoria, donde la sangre no se derrama, sino que florece.

Aquí, en esta tierra de cielos inmóviles y siestas interminables, la tradición oral no se cuenta: se respira. Son sesenta y cinco años rigurosos —y acaso más— de historias que no caben en los libros, pero que laten en cada piedra del camino. Tradiciones bordadas en el huso de la colonia, relatadas con ese lenguaje dulce y exagerado con que los abuelos convierten el pasado en leyenda. Son palabras que brotaron de boca en boca como guayacanes en abril, germinando en la primavera perpetua de esta tierra bendita, apuntalando la justicia intangible de esta reseña septembrina que no se escribe, se sueña.

Es la policromía detenida del tiempo, un mural de cien años que se niega a borrarse. Es un Sincé vanidosamente sabanero, custodio de las cenizas de sus ancestros, guardián de una memoria que no permite olvido. Pueblo pastoril de los abuelos —decían los viejos con voz de carrizo—, corona bucólica del paisaje tropical donde los dioses decidieron reposar su cansancio. Aquí el toro no es bestia: es símbolo. Representa la templanza de los hombres curtidos por el sol, la línea delgada entre la vida que resiste y la muerte que ronda. Es la fecundidad misma con pezuñas, la eternidad hecha músculo. La sangre que corre en el ruedo no es dolor, sino anuncio de cosecha.

Todo es rito. Todo es magia. Todo es misterio. La fiesta no ocurre: se manifiesta. El espectáculo está investido de un nervio sagrado, de un temblor antiguo que atraviesa la carne. El hombre, que es más sinceano que el alboroto de las campanas, ejecuta su lance a la existencia con la rabia contenida de un ángel caído, como si cada gesto fuera una súplica lanzada al cielo de los antepasados. No es toreo: es liturgia.

Y es septiembre —siempre septiembre— el cordón umbilical que nos ata con dulzura al solar materno. Es la fiesta del que vuelve, del que se va pero regresa, del hijo pródigo que no puede desprenderse del olor a jagua y a tierra mojada. Aquí se rumia el orgullo de pertenecer al Bolívar inmenso, que se estiraba como un sueño grande desde el pie de las murallas cartageneras hasta los cantos indómitos de los Embera, y más allá, hasta donde el Río Sinú se deshilacha en nostalgias.

A decir verdad —y en estas tierras la verdad siempre tiene forma de leyenda— el Juego de Toros no comenzó un día cualquiera, sino en el mismo instante en que el tiempo fue refundado por el adelantado De la Torre y Miranda, quien al trazar con su pluma de ganso las calles de Sincé, sin saberlo, ya estaba dibujando también el primer ruedo invisible. Desde entonces, los toros no dejaron de soñar con la plaza, y los hombres, aún sin haber nacido, ya venían con la bravura escrita en la sangre.

Los abuelos cuentan —con la seriedad con que se narran los milagros— que cada vez que se cumple una centuria, la capital se estremece como si hubiera sido mordida por una serpiente de júbilo, y desde el campanario más alto, alguien grita con voz de trueno: “¡Oh!, y mil veces ¡Oh!, por ‘Chano’ Romero”. Porque fue él, mitad hombre y mitad leyenda, quien descuajó la trocha con un machete bendito por el sol y la espuma del ron, abriendo camino entre la maleza dormida, para que el Juego de Toros pudiera emigrar con su estirpe de fiesta y bravura, desde Sincé hasta los patios de Sincelejo, como si llevase en su vientre una profecía.

Desde entonces, la celebración —ese desborde de música, pólvora y sudor— se convirtió en rito de paso, en sacramento de pueblo, en herencia que no se hereda por testamento, sino por memoria y tambor. Las Fiestas Patronales dejaron de ser eventos del calendario y pasaron a ser estaciones del alma, fundadas en la devoción de los santos, pero encendidas con la pólvora de los vivos.

Así, entre estampitas de vírgenes milagreras, caballos envueltos en el cuero de sus monturas, clarinetes que lloran sazonadamente y guayacanes que florecen aunque no sea su tiempo, los pueblos vecinos —desde las sabanas de Corozal hasta las veredas dormidas del Sinú— se rinden ante el hechizo de esta fiesta que no pide permiso, porque ya no pertenece a la historia, sino al delirio.

 

Trotando aparece septiembre en una yegua Melà,

se ven Sinceanas con cara rosá;

y pa Dios que hay olor a empaná,

ya la Banda está sonando,

la recamara tronando

y el Bejuco rematando,

pa levantà la ramá.

 

Han caído, una por una, las sombras largas de más de sesenta años como cayeron las hojas muertas del tamarindo y hasta su propio tallo, y con ellas se ha ido también la claridad ceremoniosa de la novena, que remató con la parsimonia de los siglos la procesión de la Virgen. Quedaron atrás los rezos musitados por labios propios y ajenos —algunos incrédulos, otros arrepentidos—, y el murmullo de letanías que parecían subir por las cornisas de la iglesia como humo tibio de fe heredada.

 

En el aire denso de la tarde sobreviven aún los olores de la víspera: la masa frita de maíz, rellena con la carne bendita del cerdo sacrificado al alba, cuyos chillidos todavía rondan por los corredores como fantasmas sin cruz; la leña seca que cruje bajo el fogón como si recordara los árboles de donde vino; el saborcillo pegajoso de guayaba madura de los bocadillos que van de mesa en mesa como emisarios del deleite, y ese líquido espeso, dorado y melancólico, que no es otra cosa que miel de guarapo de panela, goteando como tiempo lento en los labios del pueblo.

 

Todo eso se mezcla, se confunde y se eleva en el incienso invisible del jugo de caña recién exprimida, fermentado apenas por el paso de las horas y servido con hielo traído, con toda seguridad, de la nevera entumecida de Aureliano Centeno, ese artesano del frío que sabía congelar hasta los recuerdos.

 

Pero la fiesta no ha terminado: se ha escondido en la memoria agradecida de Sincé, que no olvidó, ni olvida, y tampoco olvidará. Porque en estas calles donde la brisa huele a historia, la tradición es un animal que nunca duerme. Y aunque la noche caiga con sus telones de grillos y luciérnagas, la evocación del Cacique —con su lanza hecha de lluvia y su palabra sembrada de monte— sigue cabalgando entre nosotros, como si apenas hubieran pasado cinco minutos desde que el primer tambor rompió el silencio de la sabana para anunciar que Sincé había nacido.

 

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