sábado, 14 de diciembre de 2024

La revolución de una camisa torcida: la epifanía de Gabriel Eligio

Jesús Heriberto Navarro S. En la entonces polvorienta Plaza de la Cruz, donde la vida fluía como un río que nunca desborda, la historia de un niño y una camisa mal confeccionada se alzó como un símbolo inesperado de audacia y redención. Gabriel Eligio, el mayor de los hermanos, no imaginaba que aquella tarde, mientras exploraba el viejo baúl de su madre, se embarcaría en una aventura que desafiaría los límites de su imaginación y su paciencia. El baúl, ese cofre que guardaba no solo prendas, sino fragmentos de historia familiar, era una especie de portal que destilaba aroma a lavanda y secretos entre sus tesoros, Gabriel Eligio encontró una camisa de cuadros vibrantes, cosida con el amor y la dedicación de su madre, quien parecía haber tejido en cada hilo un susurro de generaciones pasadas. La prenda no era solo una camisa; era un testimonio, un legado que ahora recaía en sus manos. Al vestirse con ella, sintió el peso de esa herencia. Pero lo que debió ser un momento de conexión casi mística pronto se transformó en una batalla inesperada. El hechizo se rompió cuando notó que el pie de cuello estaba torcido, como si hubiera decidido desafiar las leyes de la confección. La aletilla izquierda sobresalía de manera descarada, convirtiéndose en un manifiesto de rebeldía textil. El caos se materializaba en pliegues y botones desobedientes, creando un cuadro que rompía con la perfección esperada. En lugar de frustrarse, el niño precoz encontró en aquel desliz una misión: restaurar el orden perdido. Con una calma que contrastaba con su niñez, Gabriel Eligio tomó las tijeras, esas herramientas que ahora parecían sagradas, y trazó una línea precisa en la aletilla baja. Cada corte era una declaración de guerra contra la imperfección, un acto de justicia que devolvía al tejido su dignidad. — ¡Mámá, ya corregí el error de manufactura!— gritó con una voz cargada de orgullo, como si hubiera descifrado un enigma digno de un maestro sastre. Su madre, desde la cocina, asomó la cabeza y sonrió con ternura. No era solo la camisa lo que había arreglado; era también un pedazo de sí mismo que se afirmaba con cada puntada corregida. En ese instante, Gabriel Eligio comprendió que su verdadera vocación no era solo reparar telas, sino también reconstruir historias, descubrir lo extraordinario en lo cotidiano y dar sentido a lo imperfecto. Aquella camisa, restaurada y lista para brillar en las fiestas patronales, no era solo una prenda: era un recordatorio de que incluso los errores tienen su belleza, y que la paciencia y el ingenio pueden transformar cualquier imperfección en una obra maestra. Y así, en un pequeño pueblo donde las camisas torcidas parecían insignificantes, un niño descubrió el poder de reinventarse, una puntada a la vez

domingo, 3 de noviembre de 2024

EVARISTO ACOSTA: “Aquí está quien fue

Por: Jesús Heriberto Navarro S. Desde la esquina soleada de la memoria, donde los días se disuelven como arena entre los dedos, emerge la figura de Evaristo Acosta Huertas. Don Eva, como le llamaban con ese afecto que sólo se reserva a los imprescindibles, no fue un hombre común y corriente. Era, más bien, el amanuense de la historia, el custodio de los relatos que han tejido el alma de Sincé. Lo recuerdo en su casa de puertas siempre entreabiertas, donde el tiempo parecía detenido en una pausa reverente. Allí, entre pilas de documentos amarillentos y el perfume persistente de la tinta vieja, Don Eva se convirtió en la memoria viva del pueblo. No había un recodo de la historia que se le escapara, ni un personaje del pasado que no reviviera en su voz pausada y firme. Los muchachos del pueblo llegaban a él como quien acude a una fuente inagotable. Para una tarea escolar o un simple consejo de vida, era la biblioteca andante, el archivo sin número de folio. Hablaba con el mismo fervor de la historia de Sincé que de los cuentos de aparecidos que hacían temblar hasta al más incrédulo. Su palabra tenía ese raro don de convertir la anécdota en épica y la cotidianidad en mito. En la plaza, donde aún resuena el eco de su voz, se le veía deambular con su andar de cronista sin prisa. Saludaba con un gesto leve y una sonrisa discreta, como quien sabe que su lugar en la historia ya está asegurado, no por títulos ni homenajes, sino por el respeto callado de su gente. El día que Don Eva partió, la brisa tibia de Sincé pareció arrastrar consigo un retazo de la historia. Sin embargo, su sombra persiste en los rincones donde dejó sus palabras impresas, en los libros inéditos que algún día verán la luz y en el corazón de quienes comprendieron que la historia, más que fechas y nombres, es el aliento mismo de un pueblo. Hoy, cuando la tarde se acuesta sobre los tejados de barro, uno podría jurar que en la brisa que cruza la plaza todavía viajan las palabras de Evaristo Acosta Huertas, el hombre que le dio a Sincé el regalo de su memoria. Aunque su apariencia envejecía con el pasar de los años, su espíritu parecía eterno, una constante en la memoria colectiva de aquellos que lo conocían, como si en realidad no perteneciera a un tiempo específico, sino a todos los tiempos. Si, era el susurro inmortal del tiempo, esa semilla de sabiduría que florecía en cada generación de la tierra que lo parió. Nació un 25 de octubre de 1939, cuando la madrugada aún estaba bordada de estrellas y el aire traía un olor a tierra mojada y madera quemada. Su madre, María Cristina, sintió las primeras contracciones al alba, mientras el gallo cantaba en la distancia, anunciando no solo un nuevo día, sino también la llegada de una nueva vida en esta tierra donde el sol parece salir siempre con más fuerza, como si el calor estuviera amasado en las entrañas de la tierra. El vino al mundo entre susurros y plegarias, rodeado por la comadrona y las vecinas que murmuraban que los nacidos en octubre traen consigo la resistencia del árbol de ceiba y la nobleza de la yuca que alimenta. Así comenzó la historia de Evaristo José Acosta Huertas en esta tierra donde el suero y el queso no solo se comen, sino que se heredan como el más puro linaje, entrelazados con el sabor de los amaneceres y el eco de generaciones remotas. Para él, la soltería no era un accidente biográfico, ni una estación de paso, ni una soledad con fecha de vencimiento. Era un estándar, un manifiesto, un pacto inquebrantable con su propia libertad, sin cargas ni compromisos hipotecados. A sus años de independencia irrestricta, cuando la vida ya no le debía ninguna explicación, se permitió una confesión tan contundente como desconcertante. En una conversación con Luis Guillermo Castillo, entre el humo de un café que se enfriaba sobre la mesa, soltó con la serenidad de quien no espera réplica: —Por desesperado nunca conseguí mujer para vivir, porque cuando lo aplazaban para darme respuesta, respondía: Evítate un dolor de cabeza o un derrame pensando, lo dicho se lo lleva el viento— No lo dijo con resignación ni con amargura, sino con la convicción de quien entiende que el tiempo es un bien demasiado escaso para dilapidarlo en esperas inútiles. Su soltería no era un accidente ni una casualidad del destino, sino un designio personal, asumido con la misma gravedad con que un sacerdote abraza su vocación. En su consultorio, donde el ruido de la calle apenas llegaba como un murmullo lejano, la medicina era otra cosa. No era el simple acto de recetar, ni la burocracia de los tratamientos, ni la frialdad del diagnóstico. Era, más bien, un ejercicio de paciencia, de perspicacia y de silencios bien administrados. "Aquí cultivamos salud para el alma", dijo con la autoridad de quien ha aprendido que hay dolores que no se curan con pastillas ni cirugías, sino con una conversación a tiempo. Era algo así como un refugio de empatía, escucha y comprensión. Fue un custodio de tiempos idos y preservaba el pasado con todo su laberinto, honrando no solo los hechos visibles y documentados, sino también las voces silenciadas, las emociones y los matices que componen el tejido completo de la experiencia humana. Sus cuadernillos y manuscritos, desperdigados en un par de baúles de madera envejecida, poseían un valor incalculable, no solo por las palabras que contenían, sino por el alma que latía en cada trazo de grafito de su interminable lápiz. Más que títulos, aquellos cuadernillos eran como ventanas abiertas a su alma, a su manera de comprender el mundo y a su capacidad de ver lo extraordinario en lo cotidiano. En su original biblioteca, las generaciones venían a consultarlo, atraídas por una fuerza inexplicable, casi magnética. Los más jóvenes sintieron en él una autoridad que no necesitaba alzar la voz; los ancianos, un eco familiar, como si él fuera la voz de sus propios ancestros. Al hablar, su voz se volvía un río de historias que nadie quería interrumpir, pues sus palabras parecían tejer hilos invisibles que conectaban los sueños y esperanzas de cada oyente. Cada anécdota suya era una semilla, un germen de conocimiento que se asentaba en la mente de sus estudiantes para florecer en momentos de necesidad. Con Evaristo se fue el ruido de la historia de Sincé, se llevó consigo los relatos de hace tiempo, las leyendas hiladas en noches de luna llena y los secretos de una tierra que parecía hablar a través de sus manos. San Luis siente la ausencia de esas manos que lo contaban todo sin decir mucho, como si en su adiós se hubiera apagado un lenguaje silencioso que solo él sabía interpretar. En el frontispicio de su tumba, ahí, donde la piedra y el tiempo se encuentran, quedará tallado sin duda el epitafio que él mismo vislumbró: “Aquí está quien fue, y es lo que es”. Nada más crudo y esencial. Ni una fecha que lo ate, ni un adorno que lo emperifolle. Solo esas palabras afiladas como navaja, sin concesiones ni ornamentos, sosteniendo el peso de su vida en una frase que no necesita explicar más.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Virgen del Perpetuo Socorro, Sincé te invoca siempre

En un septiembre indómito, cuando el siglo XIX aún balbuceaba sus primeros años, Sincé se encontraba en el umbral de la desdicha. Una horda de facinerosos, como sombras errantes en busca de caos, se aproximaba con la voracidad de un temporal. Pero la comunidad, que había tejido sus sueños y esperanzas en un tapiz de fe, decidió encomendarse a la protección de la Virgen María, cuya presencia era tan antigua como el propio corazón del pueblo. Era el aniversario del nacimiento de la Virgen, un día en el que el cielo parecía tener más estrellas de lo habitual, como si la misma María desplegara un manto de luz sobre el mundo. La noche anterior, un halo de esperanza se deslizó en los corazones de los habitantes de Sincé, que hicieron promesas a la Virgen con fervor y devoción. La presencia de María, como un susurro divino, se sintió en el aire, tan tangible como la brisa suave que acariciaba los campos. La leyenda cuenta que en aquella mañana de septiembre, cuando los facinerosos estaban a punto de lanzar el asalto, algo extraordinario sucedió. Los colores del amanecer se fundieron en un espectáculo surrealista, pintando el cielo con tonos nunca antes vistos. Nubes de un rojo intenso y dorado surgieron como pinceladas de un artista celestial, creando una visión tan poderosa que la horda, deslumbrada y confundida, se detuvo en seco. Se dice que los forajidos comenzaron a ver en el horizonte figuras etéreas, rodeadas por un aura de luz que parecía imitar las formas de ángeles y vírgenes. Los colores se volvieron tan vivos que la realidad y la fantasía se confundieron en un hechizo colectivo. Los hombres, perplejos y aterrorizados, comenzaron a abandonar sus armas, abandonando la invasión con una prisa inusitada, como si fueran fantasmas espantados por una aparición sagrada. Desde entonces, el suceso fue conocido como la Leyenda de Los Colorados, un relato que mezcla lo inexplicable con lo sublime. Los colores del amanecer de ese día quedaron grabados en la memoria del pueblo, y la devoción a la Virgen María se convirtió en una tradición tan vivida y palpable como la misma vida en Sincé. Cada septiembre, al conmemorar su nacimiento, los habitantes siguen agradeciendo a la Virgen por el milagro de aquella mañana, cuando la fe transformó la realidad en un lienzo de esperanza y milagro.

Natividad de María 2024 Sincé

Hoy celebramos con alegría la Natividad de la Santísima Virgen María, un día de gran significado y devoción para nuestra fe. Recordamos con gozo y reverencia su intercesión maternal, confiando en su auxilio constante. Que su pureza y su papel único en la historia de la salvación nos inspiren siempre a vivir con fe renovada y corazón abierto a la gracia de Dios.

miércoles, 4 de septiembre de 2024

MAZAMORREROS

El viento de Sincé arrastra susurros de otros tiempos, donde la mazamorra no era solo un desayuno, sino un ritual que teñía las mañanas de un amarillo cremoso y dulce. Cuentan los abuelos que la mazamorra, mezcla de leche, maíz y panela, era más que una bebida: era un conjuro cotidiano que amansaba el sol y despertaba la vida. Por eso, los sinceanos fueron bautizados como “mazamorreros”, hijos de ese brebaje espeso que endulzaba sus días. En aquel Sincé de antaño, medir el tiempo era cosa de otros mundos, y los relojes eran meros adornos olvidados en las paredes de bahareque. La vida no se regía por minutos ni horas; se deslizaba suave, como la mazamorra en los labios, dividida entre el antes y el después de cada sorbo. Era una tierra donde los días no se contaban, se saboreaban, y cada amanecer traía consigo el eco del primer maíz molido, un preludio a la danza perpetua de lo simple y lo eterno.

jueves, 29 de agosto de 2024

Ecos del Pasado: La Rebelión Ancestral de la Corraleja

Las corralejas, rebeldes y centenarias, son antorchas vivas que desafían al tiempo con una danza de fuego y tierra, encendiendo las sabanas con un ardor que nunca muere. En pleno siglo XXI, se alzan como colosos ancestrales, guardianes de un grito que resuena desde lo más profundo de la tierra, un eco indomable que atraviesa los siglos y se atreve a desafiar al viento del cambio. Allí, donde el polvo se arremolina como espíritus inquietos, las corralejas se despliegan con un fulgor vibrante, negándose a ser arrastradas por la marea del olvido, abrazando la modernidad como un viejo conocido al que no le temen. En cada vuelta del toro y cada chasquido del lazo, retan a la corriente del tiempo, danzando al filo de lo eterno, donde los mitos y la realidad se entrelazan bajo un sol implacable.