domingo, 26 de enero de 2025
Homero y Tragaleguas compitiendo en una carrera de vergüenza y velocidad
Por: Jesús Heriberto Navarro S.
En las noches de Sincé, cuando el viento bajaba de las sabanas cargado de secretos, Homero Solá aparecía bajo la ceiba del trebol, ese coloso que parecía sostener los cielos con sus ramas.
Homero, un nombre hecho para la épica, no necesitaba libros ni plumas. Con un redoblante al hombro y un bastón oxidado que parecía un cetro olvidado, caminaba los caminos polvorientos, arrancando epopeyas del viento y dejándolas dispersadas entre las raíces del viejo tamarindo. Su memoria era un mar infinito, y en cada esquina tejía historias tan vastas como los mares de Odiseo.
De complexión delgada, más hueso que carne, su piel tostada por el sol y con un cabello que el viento desordenaba, Solá prosperaba en " Tragaleguas", su incansable burro, bajo un sol que derretía pensamientos, dejando tras de sí un aire de misterio que atrapaba miradas y despertaba historias.
De vez en cuando, Tragaleguas se detenía, clavando sus patas en la tierra como si estuviera escuchando algo que solo él podía entender. No era cansancio, decían los que miraban de lejos, sino un momento de revelación. Sus orejas temblaban, sus ojos se perdían en el horizonte, y en esos instantes, el viejo burro parecía desvelar los secretos del camino.
Cuando el Tragaleguas se detenía de repente, como si el mundo entero necesitara una pausa, Homero soltaba un suspiro profundo, sacaba de su mochila un reseco cascarón de maíz y con toda la solemnidad del caso, se lo frotaba en la barriga al burro. “¡Vamos, maestro, que el sol no espera!”, decía, mientras el Tragaleguas, como si aquel ritual fuera la llave para desbloquear su motor interno, resoplaba con desgano y echaba a andar, no sin antes lanzar una mirada que parecía decir: “Hago esto solo porque tú eres más terco que yo.”
Una tarde de cielo rojo y viento seco, cuando Homero y Tragaleguas regresaban de San Benito, el burro, en un gesto que parecía extraído de un mito, decidió plantarse en medio del camino polvoriento. Sin previo aviso, se dejó caer al suelo como si la tierra lo llamara a descansar. Ni el cascarón, ni el calor abrasador de la arena, que ondulaba bajo el sol como un fuego invisible, lograron moverlo.
Solá, desesperado con la terquedad de Tragaleguas, se rascó la cabeza, recordando entre risa nerviosa la extravagante sugerencia de su vecino: "Machaca ají picante, e introdúceselo por el recto, y verás cómo arranca más rápido que un rayo." Con una mezcla de duda y resignación, Homero trituró un ají que llevaba en su mochila de majagua, se acercó al Tragaleguas con cautela y, tras un resoplido burlón del burro, ejecutó la insólita maniobra. El resultado fue instantáneo y explosivo: Las orejas de Tragaleguas apuntaron al cielo y su mirada se perdió en el horizonte, pegó un brinco digno de una leyenda, salió corriendo como alma que lleva el diablo, y Homero, arrastrado por la rienda, no pudo evitar exclamar entre carcajadas: ¡Mi vecino tenía razón, pero este burro me va a matar!.
Al regresar a Sincé, cuando el sol ya teñía de oro las fachadas de bahareque, Homero bajó del Tragaleguas, que ahora caminaba como si el viento lo empujara suavemente, y fue directo a buscar al consejero que le había entregado aquella recomendación tan propia. Al encontrarlo bajo la sombra de un dividivi; todavía con el polvo del camino en la ropa y una sonrisa que no podía ocultar, le relató la insólita hazaña.
—Tu remedio, tiene más poder que un hechizo de luna llena —dijo Homero, mientras Tragaleguas, detrás de él, resoplaba con cierto aire de dignidad herida.
— ¡Tu idea funcionó, pero lo que no me dijiste es que cuando el burro arrancara como un trueno, yo iba a quedar comiendo arena! —soltó Homero, agitando las manos como si aún estuviera quitándose el polvo de encima.
El amigo estalló en carcajadas, pero Homero lo interrumpió, alzando un dedo acusador, con una expresión que mezclaba reproche y picardía:
— ¡Y eso no fue lo peor! Para alcanzarlo tuve que machacar el otro ají... —se inclinó un poco, mirando de un lado al otro como quien está a punto de contar un secreto inconfesable—. ¡Y metérmelo en mi propio recto para alcanzarlo!
Desde entonces, la historia del "ajicito doble" se convirtió en la anécdota más contada de Sincé, y no había quien no soltara una carcajada al imaginar a Homero y Tragaleguas compitiendo en una carrera de vergüenza y velocidad.
Riflazo: Cuento narrado por Carlos Rafael Romero Hernández
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