viernes, 5 de septiembre de 2008

Septiembre 6 de 2.008


Nuestros ojos se alegran cuando en las cimas de los montes ven el oro de la luz primera, precursora de la claridad del sol. Así se alegra la Iglesia en este día de la Natividad de la Santísima Virgen. «Tu nacimiento, ¡oh Virgen gloriosa!, anuncia para el mundo entero la más pura de las alegrías.» Así canta la liturgia, invitándonos a participar en ese regocijo, a honrar esa luz naciente, a coronar esa cuna con los lirios y las rosas de los santos deseos y las alabanzas sinceras. Y añade, en un éxtasis de admiración ante la belleza de la criatura privilegiada que acaba de venir al mundo: « ¿Quién es ésta que avanza con la gracia de la aurora, hermosa como la luna, escogida como el sol, envuelta en los aromas de todas las virtudes? Bella imagen, que en esta hija de David tiene la más alta realidad, que nos sugiere el encanto de sus misteriosos destinos y nos resume la gloria de su formidable grandeza. Ella será sobre el horizonte del mundo como el alba del día de la verdad, como el despuntar de la luz de la fe; ella anuncia el sol de la gracia, preconiza la alegría de la salvación y asegura la realización de nuestras esperanzas. Su aparición es un gozoso despertar para el mundo entumecido. Huyen las sombras, se disipan los miedos, un dulce fulgor inunda todas las cosas; se entreabren las flores, ávidas de claridad, se llenan de esencias los campos y los aires de armonías; resucita la naturaleza, danzan las aguas, fulguran las hojas de los árboles, y agitado por un anhelo de vida universal, se prepara a recibir al astro del día. Esto es la aurora, esto es el nacimiento de María; es la alborada del Señor, Termina la noche de la incertidumbre, que hacía llorar a Jeremías; asoma el amanecer en que desciende el rocío del Cielo, y a la voz del vidente, que pregunta al centinela sobre los terrores nocturnos, contesta el grito alborozado: «Las sombras huyen, la estrella matutina fulgura en medio de la niebla, y una gran luz aparece para los que se sentaban en la oscuridad de la muerte.» Y el terrible Elías, el profeta del fuego, suaviza su semblante, y desde sus místicas almenas nos dice, dibujando una sonrisa entre sus barbas de nieve: «He aquí que veo una nubecilla, chiquita como la huella de un hombre, que sube desde la llanura del mar.»

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